La puta felicidad

Los catalanes acaban de votar. Siento un inmenso cansancio. No por el resultado sino porque compruebo que, una vez más, al menos la mitad de los catalanes (los más nacionalistas, los independentistas, los más inespañoles) se están comportando según el patrón invariable de los españoles más típicos, más tópicos, más rancios, más viejos.

Mi reflexión es esta: desde hace como mínimo dos siglos, los españoles (incluyo a todos; desde luego, también a los catalanes) jamás hemos buscado, en los momentos decisivos, la convivencia, la armonía, el progreso, la concordia, la paz o la justicia. Ni siquiera la justicia.

Hemos buscado siempre la felicidad.

Esa ha sido nuestra peor desgracia, la más peligrosa de todas.

Los españoles hemos entendido por felicidad, al menos desde el motín de Aranjuez (en 1808: ahí empezó la pesadilla, o quizá un poco antes), un estado milagroso en el que de pronto, casi de un día para otro, hubiese trabajo para todos, abundancia, dicha, lluvia sin granizo, sol sin sequía, sonrisas y prosperidad perpetua. Muchos, en diversas ocasiones, añadieron a esa lista la libertad. Otros agregaron la fe, la victoria sobre los enemigos, la unanimidad. La patria. Y cosas parecidas.

¿Y cómo se logra la felicidad? ¿Con sosiego? ¿Con la corrección de pasados errores? ¿Con un plan meditado y debatido? ¿Con acuerdos de buena voluntad?

No, hombre, no. Somos españoles. La felicidad que soñamos sólo se logra con un cambio radical. Hay que tirar, derribar, hay que quemar, destruir lo viejo para construir lo nuevo, porque nada más que lo nuevo puede producir felicidad. Hay que echar abajo toda esta cochambre, toda esta miseria podrida en la que vivimos y que de repente nos damos cuenta de que no podemos soportar más, para levantar desde el suelo arrasado, desde los cimientos, un mundo feliz. Ese sentimiento (porque no es más que un sentimiento) es, seguramente, el más irresistible de todos, el más contagioso y el más ilusionante. Porque no hay ninguno más sencillo.

El único problema que tiene es que es falso.

En 1808, millones de españoles creyeron con toda su alma que el regreso del rey desterrado, Fernando VII, traería esa felicidad común; había que echar a los franceses, esos demonios que traían venenos como la Ilustración y el Derecho, y a sus cómplices, los afrancesados, unos traidores de mierda que preferían la cultura y el progreso a la salvación eterna.

Pero Fernando VII, llamado El Deseado, no trajo la felicidad. Trajo la peor tiranía que habían vivido los españoles hasta entonces.

En 1812, millones de compatriotas volvieron a creer con toda su alma que la Constitución que los liberales habían redactado en Cádiz traería la felicidad. De hecho la propia Constitución, llamada La Pepa, lo ponía bien claro en su artículo 13: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación”.

La Pepa no trajo la felicidad. La única vez en que entró seriamente en vigor (entre 1820 y 1823) España vivió un periodo de corrupción generalizada, desorganización, carestía y navajazos. También traiciones: cuando las tropas extranjeras (los Cien Mil Hijos de San Luis) entraron en España para restaurar la tiranía, iban precedidas por batallones enteros de frailes armados: la gente, en vez de resistirse, les aclamaba porque ellos iban a traer, cruz en alto,  trabuco en alto, la felicidad. Tampoco fue así. Trajeron la decadencia, la represión, el más negro desaliento y una pobreza aún mayor.

En 1833, a la muerte del repugnante Fernando VII, su hermano, Carlos María Isidro, levantó en armas a los absolutistas más radicales para impedir que subiese al trono una niña de tres años, su sobrina Isabel II. A esta la apoyaban los liberales; a Carlos, los partidarios del látigo y de la Inquisición, es decir, los vascos y los navarros, la mayoría de los catalanes (sí, los catalanes), los valencianos del norte y los aragoneses del sur. Prometían la felicidad. Era mentira otra vez, no la trajeron. Cuando aquello terminó, había sobre los campos de España 180.000 muertos. Fue la primera guerra carlista. Habría dos más.

En 1840, el general liberal Espartero entraba en Madrid en estado de gloria: iba a traer la felicidad y la ciudad se llenó de cánticos, fiestas, banderas y colgaduras. En Valencia la multitud desenganchó los caballos de su carruaje y fueron las personas quienes tiraron de él, entusiasmadas. Pero la felicidad no llegó y tres años después Espartero estaba exiliado en Londres.

En 1868, la revolución Gloriosa ilusionó con la promesa de la felicidad a millones de españoles, que echaron a la reina Isabel II en medio de gritos furibundos y recibieron a un nuevo rey, el italiano Amadeo de Saboya.Pero la felicidad no vino y el rey Amadeo, más que harto de todo y de todos, se volvió a Italia.

En 1873, unas Cortes sin apenas republicanos proclamaron la primera República, que, esta vez sí, había de traer a todos la felicidad una vez derribada la odiosa monarquía, que tenía la culpa de todo porque, coño, alguien la había de tener. El desastre fue de tales dimensiones (cuatro presidentes en once meses y el país colapsado) que, dos años después, entraba en Madrid (cánticos, fiestas, banderas y colgaduras) el hijo de la  expulsada reina Isabel; es decir el joven Alfonso XII, quien, nadie lo dudaba,  traía la felicidad en las alforjas de su caballo blanco. Las mismas personas que se desgañitaron siete años antes, cuando echaron a “la puta de la madre”, como decían muy orgullosos, se volvieron a desgañitar, entre lágrimas de fervor, para recibir a su hijo.

En 1923, Alfonso XIII decidió apoyar (y con él muchísima gente) el golpe de Estado del general Primo de Rivera, que pretendía traer la felicidad a España después de décadas de decadencia, pobreza, caciquismo, Cánovas, Sagasta y la pérdida de las pocas colonias que quedaban viagra cheapest price. No salió bien. Aquel general y aquel rey murieron en el destierro con pocos años de diferencia.

En 1931, millones de españoles votaron por las candidaturas republicanas, derribaron (otra vez) la odiosa monarquía que tenía la culpa de todo (otra vez, otra vez más) y proclamaron la segunda República en medio de cánticos, fiestas, banderas y colgaduras que hacían brillar la inmensa ilusión colectiva de que, esta vez sí, llegase la felicidad. Aquella república tampoco la trajo, llena como estaba por dentro y por fuera de traidores, saboteadores, enemigos y una impresionante legión de incompetentes y demagogos de todos los colores imaginables.

En 1936, más o menos la menos la mitad de los españoles creyeron (una vez más, con toda su alma) que el ejército, sublevado contra la República bajo el mando del astuto general Franco,traería la felicidad mediante el expeditivo sistema de acabar físicamente con todos los que no se sometiesen, que eran la otra mitad. El autodenominado caudillono llegó a tanto, pero la felicidad, desde luego, no apareció por ninguna parte. Sí el desaliento. Sí un hambre atroz (pero patriótica) que desguazó la infancia de muchos de nuestros padres. Sí un miedo pegado a la piel que duró cuarenta años.

Así que en 1975, cuando aquel tirano se murió en medio de espantosos sufrimientos, la inmensa mayoría de los españoles se llenó de ilusión con la democracia constitucional que impulsaba el nuevo y joven rey, Juan Carlos: ahora sí que sí, ahora estaba la felicidad ahí mismo,  en la punta de los dedos, en la convivencia en paz y en el respeto de todos hacia todos. En la armonía. En la tolerancia y la comprensión. En la generosidad. La Transición fue la vez en que más cerca estuvimos… ¡en dos siglos!

Pero nadie previó la increíble cantidad de mediocres y de ladrones que iban a llenar de gusanos la manzana del Estado, y que no buscaban la felicidad de todos sino su propio enriquecimiento. De nuevo cundió la desilusión. Y la ira.

Cuando además de la desilusión llegó la pobreza (es decir, ahora mismo), el terrible mecanismo de la enfermedad histórica española se ha vuelto a poner en marcha. Esta vez no afecta a la mayoría de los ciudadanos sino a algo menos de la mitad de los catalanes, que creen con toda su alma (como siempre ha pasado) que la independencia les traerá la prosperidad, la riqueza, el trabajo para todos, la dicha, la lluvia sin granizo y el sol sin sequía. Es decir, la felicidad. Hasta habrá menos enfermedades en la Cataluña independiente, como han llegado a decir algunos desvergonzados flautistas de Hamelin.

Los catalanes, al menos los independentistas, se están conduciendo como los más españoles de todos los españoles desde hace dos siglos: corren detrás de las banderas como han hecho aquí todos desde 1808; se emocionan con los vítores y los cánticos patrios exactamente igual que en su día hicieron los liberales, los carlistas, los cristinos, los alfonsinos, los republicanos, los anarquistas, los comunistas, los falangistas, los ultrasur, los devotos de la Virgen del Pilar y tooodos los españoles de los últimos doscientos años, románticos, apasionados, idealistas, extremos, crédulos, furibundos y desde luego también egoístas. Lo pintó Goya como cincuenta veces.

Otra vez las banderitas. Otra vez los himnos de los cojones. Otra vez las soflamas, las consignas, las mentiras. Otras vez los vendedores o salvadores de patrias. Otra vez las fronteras. Otra vez los cánticos-fiestas-banderas-y-colgaduras de toda la vida de Dios. Otra vez la promesa imposible, inalcanzable, falsa (pero tan ilusionante, eso es lo peor que tiene), de la puta felicidad.

No nos damos cuenta de algo que sabe muy bien cualquiera que no sea un adolescente recién enamorado o un español típico y tópico: que la felicidad no existe.

Lo que sí existe, y lo que trae el progreso, es el esfuerzo en la convivencia, el esfuerzo en la armonía, en la comprensión. El esfuerzo de ayudarse unos a otros, de respetarse, de llegar a acuerdos que nos permitan vivir juntos y cada vez un poco mejor. El esfuerzo en redactar leyes que no satisfagan completamente a nadie (que no hagan feliz a nadie, por tanto), pero en las que quepamos todos y que respetemos todos. El esfuerzo en darnos cuenta de que, cuando la casa en que vivimos tiene goteras, lo que hay que hacer es reparar las goteras, coño, no quemar la casa. El esfuerzo de comprendernos y aceptarnos para convivir en paz, para desterrar el rencor, para eliminar el odio que en estos últimos tiempos no hace más que crecer, y que nos inutiliza a todos porque no nos deja pensar. Como nos ha sucedido siempre.

El esfuerzo de vivir. El esfuerzo de entenderse y hasta de quererse, porque el amor largo y la convivencia larga (la conllevanza, que decía Ortega) necesitan de mucho esfuerzo compartido, sobre todo cuando el otro se pone insufrible, cosa frecuente. Lo que hace grandes y prósperos a los pueblos es el esfuerzo en común. Saber mirar, por encima de la rabia de hoy (sin duda más que justificada),  hacia el inmenso ayer, que no siempre fue fácil, y hacia el mañana, que tampoco lo será pero que merece la pena construir juntos, caramba, que llevamos en ello toda la vida y ya sabemos cómo se hace. Y eso se logra sólo con esfuerzo. No con la infantil búsqueda de la felicidad a base de echarlo todo abajo cada vez que nos cabreamos. No con la persecución idiota de la felicidad, que precede inexorablemente a la decepción, a la amargura y a la ira. Que es lo que nos ha pasado siempre. Siempre. Siempre.

Y ahora, otra vez. Otra vez. Pero ¿es que no vamos a aprender nunca? ¿Es que debemos resignarnos a ser un pueblo maldito, temblando perpetuamente de fiebre por la malaria incurable de exigir la felicidad?

Fuente: Del lado de acá

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